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La historia de los monjes ingrávidos

¿Fue la maldición de los tiempos tomados por los muchachos del Beat con melenas largas y los exitazos al estilo “i-wanna-hold-your-hand”? ¿La cobardía del batería que no apareció en el aeropuerto en el momento de partida hacia la conquista de los países asiáticos? ¿Una ocasión desaprovechada para girar con Jimi Hendrix, deslumbrado con los ex soldados americanos pegando gritos “anti-guerra” en los escenarios hamburgueses? ¿O más bien un fracaso estrepitoso de un montaje ideológico y publicitario de unos ascéticos filósofos alemanes disfrazados de mánagers de grupo pop?

Cualquiera que fuera la razón por la que The Monks no existieron más que un par de años, sin haber estremecido el mundo de la música en sus fundamentos justo cuando se hacía urgente, su efímera aparición en la Alemania de los 60 ha transcendido mucho más allá de lo que todos creían. Un grupo de chavales hartos de todo — tanto de sus Texas y Minnesotas natales de los años 50, como de la mili en los cuarteles estadounidenses en la Alemania vigilada por EEUU — empezaron a tocar rock´n´roll, por pura diversión, en los garitos de sus compatriotas desplegados por la zona. Pero su inocencia musical iba a verse transformada en un sofisticado montaje de dos tipos en trajes y corbatas que buscaban energía fresca para comprobar sus estrategias publicitarias construidas a base del minimalismo al estilo de Bauhaus. Corrían tiempos de recuperación de la cultura pre-hitleriana cuando Karl H. Remy con Walter Niemann consiguieron “fichar” a esos ingenuos muchachos americanos para hacer de ellos una Obra de Arte que consistía en imponerles sus nuevos personajes de “monjes” –salvajes en formas, contundentes en contenido- a través de unas reglas restrictas: si todos cantan al amor, vosotros vais a cantar al odio, si todos componen melodías hermosas, vosotros a liarla parda con bajos, baterías y banjos, si el pelo largo está en vogue, vosotros poneros cutres con pelo corto y coronilla en el medio…

El resultado: un ruido inaguantable para el público de entonces y delicioso para él de hoy, una energía escénica desbordante, experimentaciones sonoras… Adelantaron todo: no solo en la música — que posteriormente fue aclamada por Kraftwerk o Sonic Youth — pero también la idea de la comercialización de una banda con una “imagen corporativa” homogénea y cuidada hasta el último detalle.

El proyecto tan ambicioso y tan “arcaico” a la vez, no encontró demasiado entusiasmo, salvo de unos freakies de la época, rematado por las pérdidas de ventas e incomprendidas giras por las pequeñas ciudades alemanas solo para comprobar la malvada idea de los mánagers que “hay que llevar el arte al pueblo” a cualquier precio… Los componentes de la banda, decepcionados y separados, acabaron regresando a su país, irreconocible en pleno fervor de flower power, donde les costó mucho reubicarse y olvidarse de la aventura vivida en Alemania.

Tras 30 años sin tocar, The Monks se reúnen para cumplir un sueño juvenil: tocar en Nueva York. Entre el público los músicos confesando lo impactante que eran Los Monks. El grupo de ancianos sale al escenario en trajes de la época y sigue dando guerra con su música, aunque ya no es el momento, ni su energía comparable. Este es el momento más conmovedor de la película documental Monks: «The Transatlantic Feedback«, coproducida entre Alemania, Estados Unidos y España sobre la fascinante vida de la banda que ayer se proyectó en el aniversario del Neu Club madrileño. La cámara sigue a los Monjes que vuelven a sus iglesias, sus casitas rurales y sus cursos de baile para ancianos. Se han tomado muy en serio el mandamiento de sus mánagers: “Nunca te olvides de ser un monje”.

Kalina